De Elogio de la diversidad
Tema central de este ensayo son las relaciones entre pluralidad
sociocultural y sociedad globalizada. Como observó L. Grossberg,
la globalización se ha convertido en una noción sintomática
de nuestro tiempo, hasta el punto de reemplazar “a la 'posmodernidad'
como el concepto preferido para concebir la especificidad de la
formación contemporánea”. En particular, en
el curso de la obra se debate la idea de que la globalización
conduce a una especie de homogeneización de las sociedades.
Esta conjetura, tan repetida en los últimos lustros que alcanzó
cierto viso de verdad incontestable, involucra diversos planos.
Dos pueden destacarse sobre los demás: que la globalización
conduciría más o menos gradualmente a igualar las
condiciones socioeconómicas (equilibrio de las circunstancias
de los países empobrecidos, por lo que hace a bienestar y
prosperidad, con las de los centrales o “desarrollados”),
lo que a la larga terminaría con desigualdades internas y
con asimetrías entre naciones; que la globalización
impulsa un sostenido proceso de uniformidad cultural, merced a la
“hibridación”, entre otros procesos, lo que iría
esfumando la diversidad que ha caracterizado hasta ahora a las sociedades
humanas.
Respecto del primero, el pensamiento crítico reciente ha
hecho polvo la conseja ideológica de la globalización
como agente de la generalización del bienestar económico
y la equidad social, mostrando que, por el contrario, la expansión
sin precedentes del capital en los últimos decenios ha provocado
un incremento de la desigualdad en todos los ámbitos y ha
agravado las condiciones de reproducción socioeconómica
y ecológica en el planeta, poniendo incluso en peligro la
misma sustentabilidad humana. Esta demostración es tan contundente
en sus argumentaciones y tan concienzuda en sus pruebas fácticas
que la tomaremos aquí para excusarnos de mayores abundamientos.
Quizá las descarnadas palabras de J. K. Galbraith en el sentido
de que la globalización es el término inventado por
el centro del imperio “para disimular nuestra política
de avance económico en otros países y para tornar
respetables los movimientos especulativos del capital”, resumen
una convicción cada vez más extendida y mejor fundada.
El tema de la homogeneización cultural ha corrido con mejor
fortuna, penetrando más profundamente en los pliegues del
pensamiento académico y en el imaginario que alimenta el
sentido común. Como esperamos establecerlo, carece también
de fundamento. La globalización no sólo no provoca
la uniformidad cultural esperada o anunciada, sino que complica
el hecho cultural y en su seno se registra un fuerte renacimiento
de las identidades, acompañado de luchas reivindicatorias
en crecimiento. Más aún, adoptamos aquí el
enfoque de que, bien vistas las cosas, la globalización ha
implicado mutaciones en los fundamentos teórico-políticos
del liberalismo que le da sustento, especialmente por lo que toca
a la pluralidad, y en el comportamiento del capital frente a la
diversidad, de modo tal que el sistema en su conjunto ha desarrollado
en la actual fase una perspectiva y prácticas (que se sintetizan
en el nuevo enfoque denominado multiculturalismo) orientadas a dar
tratamiento “adecuado” a la esfera cultural y sus desafíos.
Como resultado, en esta fase globalizadora no sólo se procura
uniformar –como si fuese el gran desiderátum cultural
del capitalismo-, sino que por el contrario se trata de aprovechar
la diversidad a favor de la consolidación del sistema y,
específicamente, de los grandes negocios corporativos.
Ése es el marco de los retos a los que se enfrentan hoy
las identidades en todo el mundo. No es que el sistema haya abandonado
el propósito de someter a sus leyes a todas las sociedades.
Por el contrario, uniformar la dominación del capital es
un impulso primigenio que se mantiene invariable. Pero los capitanes
del capital han descubierto que la homogeneidad del mundo bajo su
dominio no pasa necesariamente por la uniformidad cultural a la
vieja usanza –la del colonialismo y el imperialismo tempranos-
y que la “valorización” de la diversidad, según
la lógica de promover cierta “politización”
de la cultura que provoca la despolitización de la economía
y la política misma, favorece sus metas.
Como preparación para abordar estos temas, la primera parte
del ensayo es un ajuste de cuentas con las concepciones liberales
que han desarrollado los más altos y refinados valladares
al avance del punto de vista pluralista (desde el contractualismo
kantiano hasta su brillante e influyente reformulación como
una teoría de la justicia “igualitaria” por John
Rawls en el último tercio del siglo XX, atendiendo también
a las críticas realizadas por los llamados “comunitaristas”,
en el propio seno de la tradición liberal, a los inflexibles
enfoques deontológicos que contradicen la diversidad. El
examen del curso reciente seguido por esta tendencia individualista
para comprender las nuevas rutas del sistema en la actual fase globalizante,
especialmente por lo que hace al sorprendente giro cultural del
capitalismo.
El libro se enmarca sin disimulo en la vuelta al “gran relato”
y la reafirmación de su fuerza a un tiempo analítica
y política. Implica un no a las que Eduardo Grüner denomina
atinadamente las “pequeñas historias”, propugnadas
dentro y fuera de la academia por las llamadas perspectivas post
(posmodernismo y ciertas versiones de los estudios culturales y
pos-coloniales). Se busca, en cambio, contribuir a la comprensión
de la mecánica global del sistema capitalista frente a la
diversidad; o dicho de otro modo, cómo el capitalismo proyecta
que el juego de la pluralidad humana devenga en una colosal maquinaria
de la “diversidad” alienada. Como lo ha indicado Fredric
Jameson, al referirse a las elaboraciones de Jean-François
Lyotard, detrás de la propuesta de abjurar de los metadiscursos
se sitúa siempre otro gran relato, más o menos oculto
o “enterrado”; de hecho, “la propia teoría
lyotardiana del fin de los grandes relatos es otro gran relato”.
Jameson advierte que “resulta más fácil denunciar
los relatos históricos que prescindir de ellos”; de
ahí las dos primeras de las cuatro máximas que el
autor propone para comprender la noción de modernidad: “No
podemos no periodizar” y “La modernidad no es un concepto,
ni filosófico ni de ningún otro tipo, sino una categoría
narrativa”. Es necesario re-construir, frente a los relatos
de los teóricos del fin de los metarrelatos, un gran relato
de las nuevas formas que asume el control cultural, la fetichización
y la manipulación de la diversidad en el capitalismo tardío
o la “tardomodernidad”, y de las contradicciones que,
por ello, atraviesan al sistema en su conjunto. Esta obra quiere
ser una modesta y muy ajustada contribución a esa escabrosa
tarea.
Un tema que recorre toda la obra es la crítica al universalismo
abstracto, tan característico de la filosofía liberal,
que ha cobrado nuevas formas en la fase del capitalismo globalizante.
Esta crítica no supone un abandono o rechazo de la continua
tarea dialogante que procura allanar el espacio de un “terreno
común” de los pueblos, sino subrayar la “urgencia”
sociopolítica y cultural que revista la construcción
de un nuevo horizonte que entrañe la denuncia de la falsa
totalidad que contiene la universalidad liberal. Dice Erasmo de
Rótterdam, refiriéndose a su célebre Elogio
de la locura, que aunque ha “alabado la locura”, no
lo ha hecho “del todo locamente”. El elogio de la diversidad
que aquí se hace no tiene como propósito erigir una
civilización o alguna identidad en el nuevo referente de
la cultura o en el criterio de lo universal. Más bien se
contenta con señalar la obscena ausencia del Otro en las
formulaciones universalistas, y con mostrar la enorme soberbia (y
“lo ridículo”, en el talante de Erasmo) que acompaña
a un sistema cultural tan particular como el que llamamos Occidente
cuando se planta ante el mundo como el alfa y omega de todo lo humano.
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