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Tal vez, porque supe de tu saludo al Frente Homosexual de
Cataluña, donde una loca amiga recortó tu mirada de pasamontañas
para pegarla en el telón blanco de su amor revolucionario. Quizás
fue por eso, porque nunca tuvimos un Che Guevara propio, ni estrellas rojas
en el amanecer nublado en Cuba. Y la montaña sandinista nos resultó
demasiado empinada para el delicado aguante mariposa. Quizás, porque
los héroes del marxismo macho "nunca nos tuvieron paciencia",
y prefirieron bailar solos, ideológicamente solos, la ranchera baleada
de su despedida.
Por eso, querido Marcos, en esta esquina de la modernidad donde casi
no quedan estatuas que apunten al cielo con su puño cerrado. En
este vértice del siglo, donde se venden las causas minoritarias
en un revoltijo de plumas, condones y sostenes feministas. Ahora que tu
México indio y pobre llega a Chile con peluca rubia de cambalache.
Como si fuera una piñata Nafta que trafica Televisa repartiendo
imágenes de Acapulcos coloridos y mariachis tecno. La postal cuate,
donde la vida se empaqueta en teleseries gritonas y festivales de bikinis.
La Mexicomanía que consume el neoliberalismo chilensis hartándose
de tacos y enchiladas. Los mismos siúticos que ayer odiaban el
chulerío picante de tu marimba azteca. La nueva clase pirula que
saca pasajes para tostarse en Cancún, buscando un México
ligth sin problemas sociales ni revueltas del pasado. Menos esas guerrillas
que ahuyentan la inversión extranjera, ni esos pequeños
sueños de justicia que la modernidad etiqueta de nostalgia. Porque
el tercer mundo se totaliza capital, y su luz metálica apenas eclipsa
el fuego verde de tus ojos.
Entonces, subcomandante, empuñas la treinta treinta y se levanta
contigo el indiaje zapatista. Así fuera ayer la rebelión
tizna de pólvora la pantalla del noticiario, y la foresta de Chiapas
es el nuevo pulso que despierta en un alboroto de pájaros. Sólo
que no es ayer, y los pájaros son helicópteros que zumban
fatídicos por tu cabeza. No es ayer, lo repiten los ultimátums
oficiales. Porque los Villas y Zapatas yacen pegados a los murales que
fotografían los turistas. Pero igual sigues desafiando corajudo
al Nuevo Orden. Igual sigues inventándole personajes a tu perseguido
anonimato. Por ahí declaras que fuiste travesti en Barcelona, traficante
en Times Square, y pirata aéreo en El Cairo. Que nunca nadie dio
con tu verdadero rostro, porque la revolución no debe tener un
rostro. Es un imaginario posible, un paisaje que se completa con el rostro
amado, soñaba Gilles Deleuze.
Sólo conocemos vestigios de selva que enmarcan tu mirada, sólo
eso dejas ver. Y ese color turquesa entre las pupilas azabaches, lo tildan
de intruso agitador. Pero tú ríes diciendo que son lentes
de contacto. Más bien tus ojos se burlan del ojo mayor, tratando
de identificarte en su rompecabezas de fichaje. Tus ojos se mofan de la
vigilancia y su stock de narices, orejas y bocas que tratan de encajar
en la calavera prófuga, en la calavera camuflada que requiere un
rostro para el castigo. Porque el poder necesita un rostro para clavetear
tu foto-recompensa. El poder te viste de caras para proclamar tu ansiada
captura. Por eso el empadronamiento mexicano improvisa una máscara
y la reparte al mundo por Televisa, tranquilizando a los socios del Nafta.
Enfatizando que la rebelión está controlada y ese tal Marcos
está plenamente identificado. Y tú, escondido quién
sabe dónde, contestas que no eres tan feo, que se guarden ese Frankenstein
para sus pesadillas.
Pareciera que el corazón de Chiapas pende de un hilo, acorralado
por el blindaje. Mientras tanto, mi amiga loca de Barcelona retrasa su
reloj, suspende la hora del noticiario, porque no quiere conocer tus ojos
sin pasamontañas. No quiere ver la pendiente suave de tu mejilla,
ni la lija de tu barba a medio crecer por los días y días
acosado por los perros del ejército mexicano. Escondido, cansado,
travestido de india o caminante que no duerme, que no puede pegar el sueño
y sueña despierto. Y los bellos ojos irritados por el polvo aún
chispean esmeraldas en los humos del emplumado amanecer.
NOTA:
Marcos recibió este texto en Chiapas, y le gustó mucho.
Pero solamente un detalle le causó gracia; él dijo que no
tenía los ojos verdes.
(De Loco afán. Crónicas de sidario, 1996)
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De salir corriendo a tomar el taxi al aeropuerto para asistir
a un encuentro de escritores en el sur, a esa hora cuando los tacos de micros
arman una batahola de bocinas en cada semáforo, gritándose:
acelera huevón, despierta bella durmiente. Pero el taxista ni se
inmuta y no avanza, no corre, apenas me lleva casi vitrineando por Alameda.
Por eso, mordiendo la impaciencia le ruego que se apure, ya que el vuelo
sale a las 8.40 y ya son las 7.30. No se preocupe, me calma diciendo que
vamos a llegar a tiempo por un atajo que él conoce. Y parece que
es cierto, porque se mete en un recoveco de tierrales San Pablo abajo, y
más luego de lo que creo, diviso las palmeras por metros que intentan
tropicalizar la entrada a la capital, esos parques sintéticos que
verdean plásticos la periferia del Wellcome Santiago. Entonces
me relajo cuando diviso las instalaciones aeronáuticas del moderno
Pudahuel, ese monstruo de aeropuerto, tan elegante, tan espacioso como un
mall camino al cielo. Y por suerte llego a tiempo, con media hora de adelanto,
por eso desciendo del taxi con relajo gatuno y me dirijo a Lan Chile, y
sólo allí, al ver la multitud, caigo en cuenta de que hay
un caos tremendo y al preguntarle a una aeromoza por mi vuelo me contesta
que se cayó el sistema, y hay una confusión que no cacha nadie,
que pregunte en el counter número 35. Y yo le digo que no entiendo,
que no me hable con lenguaje aéreo, que no sé lo que es counter.
Counter, me repite golpeando el mesón como si yo fuera un mono. Esto
es counter, dice impaciente. ¿Y qué significa que se cayó
el sistema? ¿Es otro golpe de Estado? Y allí me mira como
si yo fuera un hombre de las cavernas y no puede entender mi ignorancia
sobre las comunicaciones. Es decir, me explica como a un niño, que
falló la señal en España y lo tenemos que hacer todo
a mano, ¿me entiende? ¿Y qué hago yo ahora? Póngase
a la fila por favor para que lo chequeen, me dice con nerviosa paciencia.
Y le hago caso, sintiendo ternura por estas niñas azafatas que son
secretarias, informantes, enfermeras o sirvientas, y lo único que
las distancia de estos oficios es que hablan inglés con un acento
very information thank you for flying in Lan Express.
Y yo, a pesar de saber que ellas se sienten de un estatus regio con sus
ojos claros y sus trajes dos piezas cortados a la medida, igual las comprendo
al verlas corriendo como locas tratando de explicar los retrasos de vuelos,
los cambios de asientos, los equipajes que no llegaron y los mil estallidos
neuróticos que causó la caída del sistema o trágico
system down. En algo las comprendo, porque ellas son las únicas
que dan la cara en estas debacles de la globalización, seguramente
porque venden más pasajes de los disponibles. Tal vez porque el
gerente general desde su atalaya dólar sólo administra,
sólo invierte, sólo gasta los millones que gana como accionista
de la única línea aérea disponible en Chile. Él
es Don Lan, y todo reclamo es sí o sí porque en sus manos
está el destino de los que volamos por el cielo nacional, en mi
caso rumbo al encuentro de escritores en el sur. Y ya en la cola, esperando
que levanten el sistema para abordar, digo yo, escucho una voz de bisagra
mohosa que habla por celular detrás de mí, una voz de vieja
asegurada en la prepotencia de su tono paltón diciendo: Eso no
puede ocurrir, Melero, imagínate que llevo media hora y estas tontas
no hacen nada. Es la magistrada Bulnes, comenta alguien a mi lado. Entonces
reconozco a esa mujer que aparecía seguido en la televisión
junto a Pinochet, cuando el dictador inauguró su Constitución
en los ochenta. Ella es casi una mueca fruncida de pituquez que cacarea
como lora por teléfono celular diciendo: que cómo me tratan
así, Melero, que nadie aquí sabe quién soy yo, que
este país me debe mucho, y estas tontas de Lan Chile no saben darme
una explicación, Melero. Y la compungida azafata que está
con ella no encuentra qué hacer, y le dice: señora, disculpe,
pero no tenemos sistema, debe tener paciencia mientras esto se arregla.
Qué se va a arreglar esta confusión; ahora, si me hace perder
el avión, usted va a tener la culpa. Yo le pregunté si podía
ir al baño y me dijo que sí. ¿Ve lo que pasó?
Dígame su nombre. Dígame su nombre, que hasta hoy usted
trabaja aquí. Mi nombre es Tiare, le contestó la azafata
en un suspiro de voz. Tiare cuánto, interrogaba la magistrada Bulnes,
implacable desde su estrado. Aquel papagayo chillón nos tenía
a todos mudos presenciando ese teatro grotesco, y pensé que ella
debía creer que Pinochet seguía de tirano. Entonces la veo
acercarse embutida en el celular gargareando: de aquí no me mueve
nadie, Melero, me voy a poner en el primer lugar como me corresponde.
Y a codazos se mete delante de mí con su patudez de cotorra real.
Y hasta ahí yo había contado veinte veces veinte con una
paciencia de santo que se me agotó de pronto. Señora, yo
estoy en ese lugar, le dije mascando saliva. Sólo ahí la
magistrada Bulnes me miró sarcástica y con una mano en la
cadera escupió: así que en este país ahora los maricones
tienen privilegios. Mira vieja de mierda, le dije para callado, no te
metas conmigo que hartos privilegios tuviste con los milicos. Orgullosa
estoy pues, orgullosa de haber apoyado a mi general, me contestó
socarrona con su mano de cochayuyo apoyada en el pecho. Orgullo de ser
cómplice de tantos crímenes impunes. En ese momento la magistrada
puso los ojos blancos, estalló en gritos pataleando y, pidiendo
un vaso de agua, nuevamente agarró el celular: Melero, Melero,
tienes que venir rápido. No sabes cómo me ha insultado este
degenerado que está aquí. Este homosexual que me trató
de lo peor. Imagínate tú, es el colmo, Melero, me voy a
desmayar. Tómate un calmante, niña, le dije un poco divertido
tratando de alivianar esa comedia grotesca que era contemplada por las
azafatas, los guardias y los pasajeros que esperaban su turno para abordar.
Pero ella como gran actriz dramática siguió alegando en
brazos de las aeromozas que, conteniendo la risa, la sujetaban en su fingido
desvanecimiento. Y luego, como un gato, resucitó gritando por el
celular: Melero, Melero, ¿dónde estás, hombre, que
no vienes? Hasta allí el incidente parecía una puesta en
escena, una comedia ingrata pero que, sin embargo, por el histrionismo
de la magistrada resultaba un teatro cómico. Incluso su destemplada
agresión me provocó cierta ternura, no sé cómo
decirlo, cierta compasión, porque era una anciana extraviada en
su senil histeria. Hasta dudé en un minuto de que su conversación
con el diputado Melero fuera cierta. Como hay tanta gente en este país
que finge hablar por celular en todas partes. Pero eso no era actuación,
porque en un minuto aparece Melero con una patota gorilona y, sin pedir
permiso, cruzan frente a los guardias, las azafatas y el público
con una prepotencia fascista, con cara de fachos, con barriga de fachos,
con esa fría cueldad en los ojos que tienen los fachos, con ese
pasaporte de permisividad que llevan los fachos en esta democracia, con
esa desfachatez de trotar en el espacio público como quien pisotea
un cementerio. No puedo negar que sentí pavor frente a ese equipo
de rugby del Tercer Reich, sobre todo cuando la magistrada Bulnes me apuntó
con su uña apolillada gritando: ahí está ese homosexual
que me insultó, Melero. Ése es, ese mismo que se esconde
entre las azafatas. Habla ahora, maricón, poco hombre que te proteges
entre las mujeres. Y la magistrada tenía razón, porque el
miedo me hizo dar unos pasos hacia atrás y las chicas, en sutil
complicidad, me hicieron un espacio junto a ellas cuando el mamut rabioso
de Melero se me vino encima con el puño contra mi cara. Y a sólo
unos centímetros detuvo el golpe y me dijo soplándose los
nudillos: no te pego porque tenés sida. Como si se pegara por el
aire, me atreví a decir en un hilo de voz. Ya vas a ver, maraco,
lo que te pasa por haber insultado a la señora Bulnes, me amenazó
el diputado de la derecha con su mirada de buitre, mientras la camarilla
de gorilas se llevaba a la magistrada Bulnes cacareando risueña
junto a su pandilla de rescate. Seré maricón pero no cargo
en mi conciencia ningún asesinato, pude decir con la voz estrangulada
por el miedo. Desde la escalera mecánica, Melero giró la
cabeza una vez más para apuntarme con su dedo gatillo, y un escalofrío
me recorrió entero. Nunca después de la dictadura me sentí
tan desprotegido como en esa ocasión. Nunca más volví
a sentir el terror amargo que se experimentaba cuando ellos tenían
el poder, cuando a uno le podía pasar lo peor y nadie sabía,
o a nadie le importaba, como en ese momento, porque todo había
ocurrido frente a la mirada impávida de los guardias y de los pasajeros
que se quedaron mudos, sin decir nada, incluso algunos que antes del incidente
me habían palmoteado la espalda, diciéndome: muy bueno tu
libro, Pedro. Leemos tus crónicas en el Clinic.
Después de eso, cuando me volvió el alma al cuerpo, las
azafatas, a modo de compensación, me dieron un pasaje a cualquier
parte de Chile y un vale para tomar desayuno. Pensar que todo fue por
defenderte a ti, le dije a Tiare, la azafata, que me miró con cariño
y me contestó que me relajara y tomara desayuno porque mi avión
salía en una hora. Y así lo hice, caminando por esos enormes
pasillos alfombrados del aeropuerto, mirando las vitrinas de libros y
artesanías refinadas que los gringos acarrean como recuerdos de
nuestro soberbio Chilito. Y así pasó una hora y, ya más
tranquilo, cuando encontré la puerta donde tenía que embarcar
y me puse a la fila con la tarjeta de abordaje en la mano, ahí
mismo, cuando casi me había olvidado del asunto, escucho nuevamente
a mis espaldas esa chatarra de voz alardeando por el celular: sí,
Melero, no te preocupes, aquí estoy segura con los chiquillos.
Sí, Melero, de aquí lo veo, está allá adelante
haciéndose el leso. Me parece que este homosexual escribe en esa
porquería de diario. ¿Clinic, creo que se llama?
Pesadilla II, pensé, tratando de subir rápido al avión
y alejarme de esa campana mohosa. Por desgracia, la magistrada tenía
asiento en una fila cercana y tuve que ponerme los audífonos para
no oír su incansable palabreo derechista. Por la ventana, la expansión
arquitectónica de Santiago quedaba atrás, y abajo, en la
cordillera, la sombra del avión parecía un águila
nazi que planeaba altanera sobre la inocente blancura de la nieve patria.
(De Adiós mariquita linda, 2004) |
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